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Homilía de monseñor Julián Barrio en el funeral por el Papa Juan Pablo II en A Coruña

En oración con María, nuestra Señora del Rosario, patrona de nuestra querida ciudad, nos hemos reunido para darle “el adiós pascual” a nuestro querido Papa Juan Pablo II, un Papa bueno y un gran Papa, que gastó y desgastó su vida al servicio del Reino de Dios. La liturgia pascual nos enseña que Dios hace lectura del hombre a través del perdón y de la misericordia. Si toda nuestra existencia hemos de iluminarla con la luz de la Pascua, de manera especial tenemos que iluminar la muerte, acontecimiento solemne que nos posibilita pasar a la vida eterna y ver a Dios cara a cara: “Oh Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de Ti, mi carne tiene ansia de Ti, como tierra reseca, agostada, sin agua”. Después de experimentar las fatigas propias de la peregrinación terrena, entendemos mejor aquella manifestación de San Juan de la Cruz: “Sácame de aquesta muerte, mi Dios, y dame la vida, no me tengas impedida en este lazo tan fuerte, mira que peno por verte”.
“Y estaremos siempre con el Señor” (Ts 4,17). No necesitamos otro consuelo, ni nos es precisa a los creyentes otra razón para vivir con esperanza y para morir con sosiego que esta luminosa afirmación del apóstol San Pablo. Y a la luz de esta certeza, será más fácil encontrar la razón de ser de nuestra esperanza en el ir tejiendo día a día el tapiz de nuestra existencia con los hilos que tenemos, que se nos rompen con la realidad del dolor y de la alegría, de los desencantos y de los logros, del ánimo y de la decepción. ¡Cuántos nudos en la existencia de todos y cada uno de nosotros y que a veces nos son tan difíciles de deshacer!. Estar siempre con el Señor: permanecer amorosamente sin la prisa inquieta de quien se siente incómodo, saborear la fidelidad de Dios sin intermitencias y sin el riesgo de ofuscarnos por el engañoso atractivo del mal y del pecado, viendo la gloria del Señor Jesús que se entregó a la muerte por nosotros y la venció definitivamente en la resurrección. Mientras tanto como tejedores vamos devanando nuestra vida, viendo el revés del tapiz que estamos tejiendo. En esta espera sólo tenemos contacto real con el lado más penoso de nuestro trabajo: los hilos enredados y rotos de la trama de nuestra vida. Pero un día seremos invitados a pasar al otro lado del tapiz y nos maravillaremos del resultado porque veremos, no nuestra obra sino la obra de Dios en nosotros, si hemos vivido unidos a Cristo. Cuando la vida es Cristo, la muerte es una ganancia. Morir con dignidad presupone la sabiduría cristiana de la esperanza, buscando siempre el querer de Dios y el encuentro con el Amor, aunque la certeza de la muerte no nos consuela, nos consuela la esperanza de la eternidad.
En la eucaristía de esta mañana hacemos memoria del Señor Jesús que vivió, murió y resucitó por nosotros. “Me amó y se entregó por mí”, dice san Pablo. La muerte de Cristo, solidaria y oferente, es una garantía definitiva de la misericordia de Dios y el fundamento permanente de nuestra esperanza porque “Cristo ha cargado sobre sí todos los pecados del mundo, y sus palabras se cumplirán sin que deje de hacerlo ni una sola”.
Hacemos memoria de nuestro querido Papa Juan Pablo II, asociando su destino a Jesús. Ahora su muerte le ha hecho participar en la muerte de Cristo, confiando en que a ella seguirá el mismo juicio de Dios que siguió a la vida y muerte de Cristo: la resurrección.
La vida se comprende siempre mirando hacia atrás, pero hay que vivirla mirando hacia delante. La fidelidad al Señor, la gozosa adhesión a su divina voluntad y una profunda experiencia de fe han sido las características que han definido la existencia de Juan Pablo II. Buscó a Dios en sí mismo y se buscó a sí mismo en Dios.
Ha sido un Papa según el corazón de Dios, profundamente creyente que tenía los pies en el suelo pero que nunca se olvidó de mirar hacia lo alto. Hombre de Dios a quien procuró a gradar toda su vida, hombre de la Iglesia a la que sirvió hasta el extremo de sus fuerzas y hombre de los hombres de los que siempre estuvo cerca como buen samaritano. Con sus propios ojos ha podido ver los dramas que padece el hombre de nuestros tiempos. Se dio cuenta de que muchas personas de la tierra viven en la miseria física con los males que la acompañan, y que no pocas viven frecuentemente en la miseria espiritual que tiene la ventaja de ser indolora pero el inconveniente de ser mortal. Ha mirado lejos y en profundidad, descubriendo los grandes retos que planteaba el Espíritu en el espesor de la historia, afrontando situaciones complejas y grandes cambios, y haciendo una lectura creyente de los mismos. Pastor, evangelizador y testigo de la fe nos ha dejado el testimonio de la certidumbre pública de su fe, y de la grandeza de su fidelidad, fortaleza y firmeza. No se ha cansado a la hora de sembrar a puñados la semilla del Evangelio, proclamando que Dios favorece la libertad del hombre, que las actitudes religiosas ayudan al desarrollo de los dones naturales y que la fe y la razón son como las alas con las que el espíritu humano se yergue hacia la contemplación de la verdad.
“Se hizo todo para todos para salvar a toda costa a algunos”, encontrándose con los creen, con los que buscan a Dios y con los que se ven atormentados por la duda y subrayando que el hombre es imagen de Dios y no al revés. El sufrimiento le acompañó a lo largo de toda su vida, capacitándole para ver la realidad con los ojos del corazón. En el inmenso océano de la Iglesia, ha hecho muchas singladuras con la fuerza de una fe intrépida, esa fe que ayuda a caminar incluso sobre las aguas movedizas. No tuvo miedo del Misterio de Dios porque confió siempre en su Amor.
Referente ético y moral para todo el mundo, ofreció la moral del Evangelio que procede del amor que lo quiere todo para darlo todo, y que perdona todo para amar aún más. Estaba convencido de que rebajar las exigencias del Evangelio y no admirar la gran dignidad de la persona es rebajar al ser humano. Esto le dio fuerza para defender la justicia, la libertad y la verdad que funda al hombre y le abre al Eterno, que es Dios.
A Igrexa en Galicia sabe do afecto e da cercanía pastoral que Xoán Paulo II tivo e que manifestou nas súas dúas visitas pastorais, deixándonos a mensaxe de que a fe católica constitúe a identidade do pobo español, falándonos da dignidade do traballo humano, pedindo a renovación espiritual e humana de Europa, e proclamando que Cristo é o Camiño, a Verdade e a Vida. Certamente a súa vida, as súas conviccións e a súa doutrina representan un inequívoco desafío para a época en que vivíu, testemuñando que a esperanza centrada en Cristo é a verdade do noso mundo, porque no centro do drama humano está Cristo, a imaxe de Deus invisible.
Agora o tempo da proba do Papa deu paso á eternidade da recompensa. Entrou na historia por mérito propios. Cruzou xa o umbral da esperanza. Agora sentimos a necesidade do corazón de agradecerlle co noso afecto e oración o legado que nos deixou e no que resoa o eco das Benaventuranzas. Ante a súa morte participamos da dor compartida polos nosos irmáns na fe e por todas aquelas persoas sensibles ó testemuño dunha vida ó servicio dos dereitos do home a través do seu testimonio da verdade e do seu servicio na caridade. Somos beneficiarios do seu ministerio, do seu traballo e do seu sacrificio. Queremos pedirlle un último favor: ¡intercede por nós! A nosa gratitude e a nosa súplica pedindo que o Bo Pastor fixéralle xa partícipe da gloria celestial. E sempre con todos nós. Amén.
Gabinete de Comunicación del Arzobispado de Santiago de Compostela