Skip to main content

Homilía con motivo de las bodas de plata episcopales de Fr. José Gómez González

Estas fueron las primeras palabras de mi alocución a todos los diocesanos de Lugo, el día de mi consagración episcopal. Hoy se cumplen veinticinco años.
Llegaba de mi convento franciscano de Santiago, ligero de equipaje, sin plata y sin oro, pero animoso y dispuesto a darme a mí mismo y a ofrecer la salvación de Jesús de Nazaret; temeroso y tembloroso pero confiado en la fuerza de Dios; un tanto confuso ante la misión que se me encomendaba pero seguro de que la luz del Espíritu iluminaría mis pasos; consciente de mis limitaciones pero abierto a la necesaria e imprescindible colaboración de todos los diocesanos; pobre, pobre pero abandonado en las manos del Dador de todo bien y seguro de vuestra plegaria.
Y con estos sentimientos y actitudes y el propósito firme de hacer la voluntad de Dios, inicié aquel día mi servicio episcopal que luego traté de realizar durante estos veinticinco años.
Y en esta tarde, con emoción contenida, estoy aquí, ante Jesús Sacramentado y ante todos vosotros, para revivir aquel momento, solemne y trascendental, en el que, de manos del Señor Nuncio, Mons. Dadaglio, fui consagrado Obispo y recibí la misión apostólica como miembro del Colegio Episcopal en comunión con el Papa y con todos los obispos de la Iglesia Católica.
Y con este recuerdo vivo en mi memoria y el corazón agradecido, hago mías aquellas palabras de san Pablo: “Bendito sea Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales... el nos eligió en la persona de Cristo... para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor... él nos ha destinado en la persona de Cristo... a ser sus hijos...” (Ef 1, 3 ss).
Y continuaría con mi canto de gratitud, pero a los cristianos, antes de iniciar la Eucaristía, se nos invita a reconocer nuestros pecados y a pedir perdón. Pues bien, yo aquí, antes de presentar mi ofrenda, antes de dar gracias a Dios y a tantas y tantas personas a las que me debo y son acreedoras de mi gratitud, quiero reconocer, públicamente, mis pecados.
“Pedro, ¿me amas... me amas... me quieres?”. Hoy, de un modo especial, estas preguntas de Jesús a Pedro martillean mi corazón. No me atrevo ni con el titubeo de Pedro a responderle: “Sí, Señor, tú sabes que te amo”. El amor verdadero es darse por completo a la persona amada; es vivir para ella, es compartir todo con ella; es olvidarse del yo para pensar en el tú; es, en una palabra, identificarse con ella. ¿Me amas? Señor, he tratado de amarte, de identificarme contigo, pero reconozco que estoy muy lejos de poder rubricar aquellas palabras de san Juan Crisóstomo sobre san Pablo: “El corazón de Cristo es el corazón de Pablo y el corazón de Pablo es el corazón de Cristo”.
Y esta falta de identificación con Cristo Sacerdote, que se da hasta la muerte; esta falta de identificación con Cristo Pastor que busca, cuida, alimenta y defiende; esta falta de identificación con Cristo que enseña con sencillez, claridad y valentía, todo esto ha sido la causa de mis deficiencias voluntarias y de mis omisiones culpables. No sólo no he amado, no sólo no he sido fiel a quien había dicho, a quien había prometido “aquí estoy para hacer tu voluntad”, sino que, con mi falta de amor e infidelidades, os he podido ocultar o desdibujar el verdadero y atrayente rostro de Cristo; he podido influir negativamente, por tanto, en el hecho de que vosotros mis diocesanos lo pudieseis ver o descubrir para conocerlo, seguirlo y amarlo; para que lo pudieseis seguir más fielmente; para que pudieseis ser más corresponsables en la comunidad diocesana y estar más identificados con la Iglesia que Jesús fundó y de la que quiere que todos formemos parte, unidos por la fe, la esperanza y la caridad.
Por todo esto, reconozco mis pecados y pido perdón al Señor y a todos vosotros. De él, rico en misericordia, estoy ya escuchando aquellas palabras: “Levántate, vete en paz y no quieras pecar más”. Apacienta mis Hijos, tus diocesanos, por el tiempo que yo disponga. También de vosotros espero la comprensión sin límites y el generoso perdón, la oración fervorosa y el acompañamiento fraterno.
Queridos hermanos: después de esta confesión pública, sincera y sentida, me siento aliviado, de verdad, y también gozoso. Y esta alegría profunda, me impulsa a exclamar con María: “Proclama mi alma la grandeza del Señor”, porque a pesar de mi pequeñez, me has confiado el ministerio episcopal y me has incorporado a la misión de Jesucristo y de los Apóstoles. ¡Gracias Señor!
Y después de Dios, ¡a cuántas personas quiero confesarles mi agradecimiento! A mis padres, que me enseñaron a amar a Dios como Padre y Madre. A mis hermanos y familiares, por su constante cariño. A la Orden Franciscana, que me acogió, me cuidó, me formó y me preparó para que el Señor, en sus designios inescrutables, me escogiese para configurarme con Cristo Sacerdote y Pastor. A todos los Obispos de Galicia, de ayer y de hoy; a todos los sacerdotes y muy especialmente a mis queridos sacerdotes de Lugo. A los que descansan ya en los brazos del Padre y a los actuales. ¡Cuánto tengo que agradecer su palabra, ejemplo, afecto, disponibilidad y colaboración! A los Vicarios y Delegados, a los miembros del Consejo Presbiteral Diocesano y de los Colegios de Consultores y Arciprestes; a los Rectores, formadores y profesores del Seminario y de otros Centros Diocesanos de formación; al Cabildo Catedralicio, Curia Diocesana, Comisiones y Secretariados..., para ellos mi reconocimiento por su ayuda valiosísima y por la paciencia que en no pocas ocasiones han tenido conmigo.
Agradecimiento a vosotros monjes y monjas contemplativos, religiosos y religiosas y miembros de vida consagrada. Vuestras casas fueron siempre para mi auténticas Betania; vosotros, lo sé bien, orasteis y oráis por mi y habéis sido colaboradores silenciosos pero eficaces en mi labor pastoral diocesana. También en esta tarde de gratitud, hecho una mirada al mapa de la Diócesis y pasan por mi mente las mil ciento treinta y nueve parroquias de ciudades, villas y zonas rurales. ¡Cuánto he gozado en ellas durante mis numerosas visitas pastorales y confirmaciones! A todos y a cada uno de vosotros, feligreses, os recuerdo en esta tarde, os envío mi saludo afectuoso y os doy gracias por los ejemplos de fe cristiana que me disteis, por el aprecio a vuestros sacerdotes y el afecto que en todas las circunstancias me habéis manifestado.
¿Y cómo podría olvidar, hoy, a los ancianos que viven en sus casas y en las residencias de la tercera edad, a los enfermos del hospital y clínicas sanitarias, a los niños y jóvenes de centros de acogida, a los internos de nuestras cárceles? ¡Cuánto agradecen las visitas y qué lecciones, además de su acogida, he recibido de todos ellos! Os tengo muy presentes y hoy, de una manera especial, oro por todos vosotros.
He recibido cartas, telegramas, llamadas telefónicas de muchos amigos de la Ciudad de Lugo, de la Diócesis, de Galicia y de fuera de ella. Algunos están aquí. Otros me acompañan con el recuerdo y la plegaria.
Dignísimas y queridas autoridades civiles y militares: en este largo capítulo de agradecimientos no estáis en el último lugar. He querido cerrarlo, como colofón, con la manifestación pública, ante todo con mi respeto por lo que sois y representáis, con mi reconocimiento por la dedicación y entrega al servicio que la sociedad os ha encomendado. Y también, deseo expresar públicamente, mi simpatía y gratitud por la amabilidad con que me tratáis y la consideración en que me tenéis. Muchísimas gracias.
Benqueridos irmáns: despois de debullar este rosario de gratitudes, volvo ó inicio. Diante de Xesús Sacramentado e de todos vós, renovo o meu compromiso inicial: “Aquí estou Señor para face-la túa vontade”. E miro suplicante o Apóstolo san Pedro e sinto que él me dí como o paralitico do templo: “En nome de Xesús Cristo de Nazaret, érguete e anda”. E coa alegría de sempre e coa mirada fixa no Señor, vou seguir caminando e realizando a miña misión en unión afectiva e efectiva co Papa e con tódolos Bispos da Igrexa Católica; vou esforzarme máis e a cotío, por cumplir fielmente o programa que o Concilio Vaticano II nos propón os Bispos e que foi o que eu asumín aquela xa lonxana tarde do 28 de xuño de 1980: “ser mestre, sacerdote e pastor”. Mestre que anuncia a todos o Evanxeo. Lles propón o misterio de Cristo e igualmente o camiño que foi revelado por Deus para glorificalo. Sacerdote, administrador fiel dos misterios de Deus e moderador, promotor e custodio da vida litúrxica. Pastor, o primeiro servidor de tódolos fieis a quen debo coñecer e por eles ser coñecido; pai polo espíritu de amor e solicitude para con todos, de tal xeito que congrege e forme á familia dos fieis, para que todos eles, conscientes dos seus compromisos, vivan e actúen en comunión de caridade.
Eu ben coñezo a miña febleza e as miñas grandes limitacións. Cando vexade-los meus erros, correxídeme fraternalmente; nas miñas dúbidas, orientádeme; no me deixedes só nas miñas moitas necesidades; e sempre, sempre, rezade por mín para que, cando, no derradeiro momento da miña existencia, o Señor me examine de amor, eu poida responder: “Señor, ti sabes que te amo”.

Que a miña gratitude se faga choiva de grazas. Que o amor de Xesucristo e a doce mirada da nosa Nai, a Señora dos Ollos Grandes, sexan a nosa alegría e a nosa compaña de sempre nas corredoiras e rueiros das nosas vidas.
Obispado de Lugo