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Transcripción homilía Cardenal Re

Querido Sr. Arzobispo de Santiago
Queridos custodios del Sepulcro del Apóstol Santiago
Queridos peregrinos
Queridos hermanos y hermanas:
A partir del siglo XI y XII, impulsados por los monjes de Cluny diseminados por las tierras de Europa en numerosos monasterios, los cristianos de los distintos países de Europa fueron llegando en esa santa peregrinación a este grandioso Santuario dedicado al Apóstol Santiago. Para mí también es mtivo de gran alegría encontrarme hoy aquí como un peregrino más en este Año Santo Compostelano.
Las peregrinaciones a Santiago han dado nuevo vigor a la fe de muchas personas, han confortado a tantas almas y han constituido uno de los elementos que han favorecido la recíproca comprensión de los pueblos de Europa, diferentes entre sí, pero unidos por una fe común.
Esta Catedral, que se eleva al cielo en honor al Apóstol Santiago, el Mayor, invita a tomar una nueva y más viva conciencia del lazo inquebrantable que une a la Iglesia de hoy y a nosotros con los Apóstoles, elegidos por Cristo como continuadores de su obra. Todavía hoy las verdades de la fe que los apóstoles nos han transmitido proporcionan las certezas fundamentales que deben guiar nuestras vidas. Al mismo tiempo, el alcance europeo de este santuario invita alargar nuestra mirada al horizonte de nuestra sociedad europea.
Estamos viviendo un nuevo capítulo de la historia europea. Nunca como en este momento, el futuro de Europa se ha presentado tan rico de posibilidades, de oportunidades y de responsabilidades, pero al mismo tiempo debilidades antiguas y nuevas lo acechan. La colaboración que se pide a los cristianos de hoy para construir Europa es sobre todo la de su fidelidad a Cristo en fidelidad a su Evangelio. Los valores del Espíritu enraizados en la tradición cristiana seguirán siendo en el futuro el elemento más válido en la construcción de la casa común europea. Se necesita de la luz y de la fuerza que manan del Evangelio para poder lograr una unidad europea que no sea sólo territorial y económica sino también humana, cultural y espiritual, basada en los valores de la persona humana y en el patrimonio moral y cultural de todos los pueblos de España. Es verdad que son muchos los elemntos y diversos lo factores que han concurrido en la formación de Europa. Pero hay uno que es fundamental, constante y presente en todo el territorio del Continente: la fe cristiana, inscrita también en las piedras de las Catedrales y en las agujas de sus torres que puntean el entero territorio de Europa.
También hoy esta catedral, con su hitoria, lo mismo que el Camino de Santiago, itinerario de monasterios, de iglesias y albergues para acoger a los peregrinos recuerdan que la sabia vital de las enseñanzas cristianas es necesaria para asegurar que Europa se desarrolle coherente con su identidad, en la libertad, la solidaridad, la justicia y la paz. Europa necesita un alma, necesita aquellos valores que hunden sus raíces en el Cristianismo para no caer en el error de encerrar el cielo de Europa en los angustos límites de lo terrestre y perecedero. El capítulo 4 de la Exhortación Apostólica Ecclesia in Europa del Papa Juan Pablo II nos invita a descubrir nuevamente la liturgia como expresión de la religión, nos invita a celebrar los sacramentos y abrirnos a la oración. Nos dice, en efecto, que el evangelio de la esperanza debe ser celebrado y que la alabanza a Dios lleva también a promover la dignidad de cada hombre y de cada mujer.
Este santuario, signo de la cercanía de Dios y de su amor misericordioso a los hombres, es lugar de encuentro del Señor, el cual se nos comunica mediante su palabra en sus sacramentos.
En este contexto de culto espiritual a Dios quisiera detenerme en ese elemento irrenunciable de la vida cristiana, que es el Día del Señor, en el deber de la Misa Dominical. Se trata de una riqueza, de un tesoro, que no podemos perder sino que hemos de custodiarlo con fidelidad porque sin la Misa dominical la vida cristiana queda como sin respiración y se desdibujan, incluso se pierden, sus señas de identidad. La Misa dominical constituye un momento central en la vida de cada cristiano y representa un tema de capital importancia para el futuro de la Iglesia, pues si no se celebra el Domingo no se alimenta la fe, no se vive la esencial dimensión comunitaria de la Iglesia. Si faltamos a la Misa dominical no nos podemos llamar cristianos porque poco a poco nos faltará Cristo. En la Misa, en efecto, nos encontramos con Cristo vivo y presente en el misterio de su Cuerpo y de su Sangre que se nos dona. Nos falta la palabra de Dios que nutre de verdad y de significado nuestra vida cotidiana, nos falta la relación con la comunidad cristiana. Con lo que sin la Misa nos encontramos cada vez más solos y aislados en un mundo secularizado que tiende a ignorar a Dios, nos falta la luz y la fuerza de nuestra fe, el sostén de nuestra esperanza, el calor de la caridad. El incumplimiento del precepto dominical debilita la fe y sofoca el testimonio cristiano. Cuando el Domingo pierde su significado fundamental como Día del Señor y se convierte simplemente en fin de semana, simple día de evasión y de diversión, queda uno encerrado en un horizonte terreno tan estrecho que ya no deja ver el cielo.
Cuando en el año 303 los 48 mártires de Aritinia, pequeña ciudad cercana a Cartago, fueron interrogados y después condenados por el juez por haber asistido a la Misa el domingo respondieron: Nosotros no podemos vivir sin celebrar el Domingo. Tampoco nosotros podemos ser cristianos sin reunirnos el Domingo para celebrar la Eucaristía. Hay que descubrir de nuevo y acoger en toda su riqueza el sentido del Domingo como Día del Señor, como día de la alegría de los cristianos, debemos salvar y vivir profundamente la identidad religiosa de este día. Es de capital importancia que cada fiel se convenza de que no puede vivir su fe sin participar regularmente en la asamblea eucaristíca del Domingo. Es una exigencia inscrita en lo más profundo de la existencia cristiana y es condición para poder vivir bien la espiritualidad cristiana. La fidelidad a la Eucaristía dominical da a la vida un dinamismo cristiano que lleva a mirar al cielo sin olvidarse de la tierra y a mirar a la tierra en la perspectiva del cielo. La fidelidad a la Eucarustía dominical revitaliza semanalmente nuestra fe y hace crecer en nosotros la fe de Dios y la necesidad de la oración.
Como es bien sabido en la vida espiritual se progresa en la medida en que se reza. El secreto para afrontar las dificultades ded la vida se encuentra en la oración. Quien reza no se desanima ante los problemas personales y sociales pues siente que Dios está a su lado y encuentra consuelo en el pensamiento de la providencia divina.
El tiempo que se da a Dios no es nunca un tiempo perdido. Lo confirma el testimonio de tantos santos. El tiempo que se dona a Dios se convierte también en fuente de entrega al cumplimiento de los propios deberes y al bien de nuestros hermanos. La oración, en efecto, abriendo el corazón al amor de Dios lo abre también al amor de los hermanos y lleva a prodigarse con generosidad en la construcción de la ciudad terrena según el designio de Dios.
Es importante aprender el arte de la oración porque mediante ésta podemos obtener y realizar lo que no podemos con nuestras solas fuerzas. Dicho de otro modo, gracias a la oración podemos cooperar con Dios en la realización de algo más grande de cuanto nosotros podemos alcanzar. La oración no dispensa del esfuerzo humano. Sigue más bien que cada uno actúe con todas sus fuerzas y ponga en juego todas sus capacidades y toas sus cualidades intelectuales y afectivas. Debemos actuar como si todo dependiera de nosotros y al miemo tiempo debemos pedir la ayuda divina para llegar hasta donde no alcanzaríamos con nuestras solas fuerzas.
Que este santuario, meta de tantas peregrinaciones, siga siendo casa y escuela del arte de la oración y recuerde a todos que Dios es origen y destino de toda existencia humana.
Amén.
Arzobispado de Santiago de Compostela